Si bien hay que mirar el porvenir, la vida debe ser comprendida mirando el pasado, de cuyas lecciones deberíamos aprender bajo la consabida lógica de la racionalidad. Aquí viene el dilema. Si la mayoría fuésemos racionales, habitaríamos un mundo desbordante de armonía. La realidad es que no nos gusta examinarnos y, en consecuencia, nuestra introspección es limitada. Esto último, se debe en parte a que la sociedad nos obliga a suponer que somos individuos racionales y recatados. Transmitir lo contrario nos expone a un escrutinio público del que no es fácil salir airoso.
Debemos entender que la racionalidad no es algo innato o natural, sólo se logra por medio de la conciencia y el esfuerzo, por lo que es necesario un proceso de maduración. Lamentablemente, no nos esforzamos en aquello, debiendo enfrentar que, si en verdad la gente aprendiera de su experiencia, habría menos errores en el mundo y toda trayectoria personal y profesional iría siempre en ascenso.
En ese pasado repleto de lecciones encontramos a Pericles, quien no era más que un anciano estadista ateniense, considerado más filósofo que político, lo que rescato y subrayo con especial agrado. Logró notoriedad haciendo todo de la manera menos habitual, lo que también resalto. Escudriñó la escena política de su época y concluyó, al igual que concluiríamos con las autoridades y políticos vigentes en nuestro país, que las figuras que dominaban la escena se autodefinían como seres racionales. Surgió entonces inquietud por conocer razones por las que vivían en caos y corrupción, lo que generaba frustración en habitantes. Había dos verdades, la de los funcionarios y la de quienes sufrían el efecto de la supuesta racionalidad.
Al seguir escudriñando al respecto, Pericles notó que la respuesta siempre estuvo a la vista y concluyó que aquellos funcionarios públicos, políticos o no, no eran más que seres astutos y egoístas, quienes se dejaban llevar por bajas emociones, buscando atención, poder y dinero, en vez de luchar por intereses generales.
Lo que obsesionó a Pericles como pensador y figura pública, fue cómo salir de esa trampa que era el denominador común de la sociedad, por lo que buscó cómo ser verdaderamente racional en un ámbito dominado por las emociones e intereses particulares. Tal como sucede en la actualidad al tomar medidas correctivas, lo primero siempre será reconocer la existencia del problema. En aquel entonces no era distinto, ya que resultaba difícil aprender de la experiencia cuando no nos volcamos a las causas verdaderas que encontramos en nuestro interior, tal como sucede en todo proceso de introspección. Por ello, antes como ahora, el primer paso para ser racional es aceptar y/o comprender nuestra irracionalidad.
Entendió que era necesario abrir la mente a todas las ideas y opciones posibles, aceptando incluso iniciativas de sus opositores. Imaginaba todas las consecuencias de una estrategia antes de comprometerse con ella. Así, con espíritu sereno y mente abierta, ideó las políticas que dieron origen a una de las auténticas edades de oro de la historia. Un hombre de carne y hueso, como nosotros, fue capaz de contagiar a toda una ciudad de su espíritu racional. Muchos de nosotros deberíamos convertirnos en la versión moderna de Pericles.
La historia nos enseña que todos nos creemos racionales por el simple hecho de haber nacido humano, sin entender que la racionalidad es algo que adquirimos mediante la instrucción y la práctica, tal como el ejercicio diario del atleta que debe entrenarse permanentemente. De igual manera, la mente debe volverse más ágil, lúcida, flexible y racionalmente abierta a todas las buenas iniciativas, sin importar su fuente u origen, lo que nos lleva al tema de la tolerancia tan necesaria pero poco practicada.
Antes del triunfo de la pacífica práctica de la tolerancia en sociedades, no podía ni sospecharse esa posibilidad. La intolerancia fue aceptada como condición de orden y estabilidad social. El debilitamiento de esta convicción contribuyó a despejar el camino por el que llegaron instituciones liberales. No cabe duda de que la primera Carta sobre la Tolerancia del inglés John Locke, es uno de los textos que ha tenido una gran influencia en la filosofía política y en la vida del mundo moderno y contemporáneo.
La Carta enfatiza la necesidad de la tolerancia para poder vivir en libertad como necesidad más perentoria del ser humano. Más allá de las razones del autor para mantener el anonimato respecto de su publicación, ésta pretendió evitar el retorno a las guerras de religión que asolaron casi toda Europa en el siglo XVII. Y es que la cuestión de la tolerancia fue, a lo largo de su vida, una preocupación constante entre sus intereses como filósofo, ciudadano y creyente.
Si recordáramos la teoría de Locke y reconociéramos que la tolerancia es un deber, además de una virtud de cada ser, presenciaríamos con frecuencia actos envueltos con mayor grado de racionalidad, lo que en ningún caso implica tolerar posturas individuales, egoístas y contrarias al bienestar general, que es a lo que todos debemos resistir en nuestro Ecuador. (O)